Vivir a la mitad no es lo mismo que vivir la mitad.
Hace ya varios meses empecé a sospechar que, quizá, algunos de nosotros vivimos a la mitad, quizás no, depende desde la perspectiva que se vea.
Si nos sentamos y evaluamos a conciencia la forma en la que ha transcurrido nuestra vida y recordamos aquellas miles de oportunidades que nos han aparecido en el camino y la forma en las que las hemos abordado, quizá podemos confirmar que muchas veces vivimos a la mitad.
Pensar en todas las cosas que hemos dejado de hacer por miedos absurdos o por etiquetas que otros han puesto sobre nosotros y que nos han privado de disfrutar de cosas tan sencillas, que una persona de 14 años hace o experimenta con naturalidad, algo que a nosotros, ya con más años encima nos lleva horas de análisis y varias hojas de pros y contras.
Algunos hemos vivido a la mitad. Hemos dejado de sentir emociones, de crear ilusiones y nos hemos privado de conquistar experiencias, esas que se ganan intentando, equivocándose y volviéndolo a intentar. Ojo, no se trata de sonar soberbios y pensar que no nos hemos equivocado, claro hemos tropezado, pero no lo suficiente para crecer.
Es como si cuando uno se sube a una montaña rusa y está en lo más alto, a punto de experimentar esas cosquillas en el estómago, esos nervios, ese miedo, esa risa nerviosa al sentir la caída libre, pero decide no bajar, decide quedarse ahí, bajarse y quedarse viendo como los otros disfrutan de ese momento, no importa si ríen, lloran, se asustan o no sienten nada, pero lo viven. Mientras el que decidió bajarse está ahí, sin atreverse a vivir ese momento.
Hoy estoy segura de una cosa: prefiero vivir la mitad, que vivir a la mitad.
El tiempo no se puede recuperar, es su principal virtud y su mayor defecto.